¿El algoritmo mata al branding?

La relevancia forma parte de la jerga del branding. Se refiere a la capacidad que tienen determinadas marcas de importarnos, de significar algo en nuestras vidas, de ser capaces de atravesar esos poderosos filtros que hemos desarrollado para no ver aquello que no nos importa y claudicar a la conexión emocional que nos proponen. 

Uno de los mayores peligros que nos acecha a todos con la IV Revolución Industrial en ciernes, y no sólo a las marcas, es dejar de ser relevantes. Que lo que ofrecemos deje de importar, es algo que no nos podemos permitir ni como personas ni como marcas. Ya hemos visto desaparecer sectores enteros que aceleradas innovaciones disruptivas dejaban obsoletos en tiempos record. O reinventarse a marchas forzadas para poder sobrevivir. Y la tendencia es exponencial.

¿Qué podemos hacer para ser relevantes  en un entorno tan volátil e incierto? 

Creo que lo primero de todo es no olvidar nunca los cimientos. Construir una sólida identidad de marca. Verbalizar su esencia. Sus creencias. Su sistema operativo. Nuestra imagen fija en un mundo que se mueve. Si no sabemos quienes somos, nunca sabremos si lo estamos haciendo bien.

Lo segundo es empezar a reflexionar cómo funcionan hoy las cosas y observar nuestro propio comportamiento en la web cuando activamente buscamos algo.

Es probable que busquemos directamente una marca. No busco té, busco Yogui Tea, no busco vitaminas, busco Spectro de Solaray. Google nos informa entonces de cuál es el sitio web donde podemos hacer una compra más barata y cuál es el rating de los usuarios. Aunque en un entorno offline quizás no nos fijaríamos en el precio, aquí la comparación es inevitable. Nadie en su sano juicio estaría dispuesto a pagar más por exactamente lo mismo.  A golpe de click es muy probable que tu marca deje de ser premium y compita por precio consigo misma. Competir por precio es el día a día de las tiendas online. Amazon ha impuesto esa lógica en el e-commerce igual que Uber lo ha hecho en la movilidad. Al final, el low cost se ha ido apoderando de todo.

O quizás busquemos directamente un producto, pongamos pilas AA. La marca nos importa poco. Si el precio es correcto, las reseñas y el plazo de entrega entra dentro de nuestras expectativas, es posible que no necesitemos nada más. Nos basta con lo que lo algoritmo ha seleccionado para nosotros aunque nunca hayamos oido hablar de esa marca.

¿El algoritmo es más poderoso que un posicionamiento de marca como el de Duracell construido cuidadosamente durante años?

¿El algoritmo mata el branding?

Pero, ¿qué es exáctamente el algoritmo?

El algoritmo es el que da sentido a la ingente cantidad de datos que manejan determinadas empresas. Es el que puntúa, clasifica y recomienda. El que predice nuestras respuestas y controla nuestro comportamiento.

Un algoritmo es algo tan simple como una secuencia de instrucciones que convierte un input en un output diferente. Por ejemplo, una simple receta de cocina es un algoritmo. Como con las religiones, es una cuestión de fe, nos permiten obtener resultados sin entender absolutamente nada de lo que estamos haciendo.  Además trabaja habitualmente con un interlocutor sin criterio propio, pero capaz de seguir millones de instrucciones por segundo, el bendito ordenador.

En el capitalismo de vigilancia, los algoritmos nos rodean. Todo el tiempo estamos interactuando con ellos. No somos conscientes de hasta qué punto deciden lo que nos gusta y lo que no. Es más, piensan por nosotros. Filtran la información a la que tenemos acceso y la que nos queda oculta y aquella que nunca sabremos comprender (¿pero quién les vota?!); lo que nos interesa y lo que no; los videos que vemos, los libros que leemos, los productos que compramos, los blogs que nos seducen, los chicos con los que ligamos, la música que escuchamos, las series que disfrutamos, los amigos con los que charlamos, las marcas que compramos…pocas cosas quedan hoy fuera de sus tentáculos omniscientes. Hay hasta algoritmos capaces de imitar tu voz y suplantar tu identidad.

Aunque (todavía) no pueden competir con una experiencia de marca bien construida, está claro que en algunos casos no la necesitamos. Buscamos. Encontramos. Escaneamos las reseñas. Comparamos precios y compramos. O el algoritmo y el retargetting se ocupan de recordarnos que tenemos que volver a comprar o decidir la compra. 

Y Google es el rey del algoritmo. Omnisciente, omnipotente, omnipresente. Es el nuevo dios según lo caricaturiza Carissa Véliz en su libro «Privacy is Power».

Es peligroso cuando este mismo comportamiento lo aplicamos a compras significativas. El otro día me comentaba un colega como había comprado una réplica de un mueble icónico en un portal desconocido para él que ofrecía lo mismo al precio más barato. Todavía no sabe si fue una buena decisión, la letra pequeña decía que tendrá que esperar tres meses para su entrega…

El algoritmo (todavía) no es capaz de predecir también aquellos momentos en los que estamos dispuestos a pagar más. Pagamos más por la tranquilidad, por saber que nos devolverán el dinero si hay algún problema, por la comodidad de que nos entreguen un mueble pesado en nuestra casa y lo dejen armado y colocado o por la confianza en que la calidad percibida es la real. Si la marca ha construido una imagen positiva en tu mente y corazón a lo largo de los años se beneficiará del llamado “efecto exposición”: tendemos a desarrollar una preferencia por lo que ya conocemos. Y por más que la tendencia sea a la aceleración, construir una marca notoria será siempre una apuesta a largo plazo. 

Pero la relevancia va más allá de la confianza, la notoriedad o el precio. Tiene más que ver con cómo te hace sentir la marca. Piensa por ejemplo en el orgullo que producen  marcas que se posicionan desde su adn con aquellas causas que creen justas. Con las que adoptan una política de transparencia total como Everlane . Con las que buscan activamente cuidar de la gente y del planeta como Fairphone . Con las que luchan contra las fake news como la productora Newtral

En un tiempo en que hemos perdido la confianza en las instituciones, esperamos mucho más de las marcas. Que de una vez por todas entiendan que nos tienen que  poner las cosas fáciles, olvidarse de prácticas perversas que solo favorecen su cuenta de resultado y están matando el planeta. Como la obsolescencia programada o los plásticos de un solo uso. O el hacernos adictos a la gratificación instantánea, a la novedad permanente o a las redes sociales para convertir la intimidad que compartimos tan alegremente en los datos que alimentan los algoritmos. 

Suspiro. 🙂

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